martes, 9 de noviembre de 2010

Expansión imperialista. Fines del s. xx

El imperialismo es “el verdadero antìdoto contra la socialdemocracia”
Fürst Bernhard von Bülow, ex canciller alemàn en 1914.


“Las ganancias territoriales fueron impresionantes en tèrminos cuantitativos. El imperio britànico incrementò su extensiòn en un 50% y su poblaciòn en un tercio en las tres ùltimas dècadas del siglo XIX, aunque en Londres ejerciesen a veces el poder gobiernos antiimperialistas. (Gladstone, por ejemplo, jamàs aprobò el expansionismo imperialista.) Del mismo modo, Francia, donde los imperialistas nunca acabaron de salirse con la suya, adquiriò nueve millones de kilòmetros cuadrados de territorio en las dos ùltimas dècadas del siglo, mientras que Alemania adquirìa dos millones y medio. Bismarck habìa dicho en una ocasiòn que su mapa de Europa estaba en Àfrica, y le encantaba enfriar o desviar las peligrosas rivalidades internas en Europa estimulando la competencia en el exterior. Pero fue èl quien iniciò la expansiòn colonial de Alemania.” (Briggs y Clavis, Historia contemporánea de Europa. Ed. Crítica. p. 148)


“Si examinamos el mundo en fase de ‘imperializaciòn’ en su conjunto –Àfrica, Asia y el Pacìfico-, vemos que entre la gente que participò en el complejo proceso de expansiòn habìa exploradores (Leopoldo, un conquistador moderno, expuso su proyecto africano en un congreso geogràfico internacional celebrado en Bruselas en 1876); misioneros de todos los credos, que difundìan el evangelio o evangelios rivales y muchas cosas màs, entre ellas la educaciòn; emigrantes, que adquirìan un nuevo hogar, lejos de su lugar de nacimiento, y un nuevo estilo de vida; hombres de negocios de todos los calibres, en busca de nuevas materias primas (tan distintas como el caucho, los minerales y los aceites vegetales) o de nuevos mercados para sus productos manufacturados; contratistas, constructores de ciudades, puertos y ferrocarriles; soldados, porque los anales del imperialismo estàn manchados de sangre derramada en lo que se diò en llamar, a veces de forma engañosa, ‘pequeñas guerras’; y administradores, tambièn de todo tipo, algunos de ellos tan importantes como para que los llamasen –y se vieran a sì mismos, al estilo napolèonico- ‘procònsules.”. (pp. 149-150)

“El lugar que ocupan los gobiernos en la historia es casi igual de difìcil de evaluar en lìneas generales, ya que los procesos imperiales solìan mantenerse sin soluciòn de continuidad a pesar de los cambios de gobierno; y cualquier gobierno podìa tener que enfrentarse a algùn hecho consumado a miles de kilòmetros, que no podìa prever ni controlar. Tambièn eran muy variadas y a veces contradictorias las motivaciones de los ‘imperialistas’ de los partidos polìticos y los gobiernos de Europa. Algunos creìan que los territorios coloniales serìan para colocar al excedente de poblaciòn, un argumento que era el favorito de los gobiernos conservadores, pero que plantearon personas que no tenìan ninguna relaciòn con el comercio ni con las finanzas. Otros pensaban en el poder y el prestigio, otro punto de vista tìpicamente conservador, propio de hombres como Disraeli o Bismarck, aunque ambos fueron lo bastante inteligentes como para sacar partido de ese punto de vista màs que compartirlo. Jules Ferry, en la Francia derrotada de la dècada de 1870 hablaba del esprit y del èlan, y tambièn argüìa, al hablar de lugares tan alejados entre sí como Túnez y Tonkín, que si Francia no creaba un nuevo imperio, ‘bajaría de la primera división a la tercera o cuarta’. Más adelante, aún en el mismo siglo, Joseph Chamberlain, cuyos orígenes políticos en los sectores radicales de la ciudad de Birmingham lo llevaban a pensar desde el punto de vista de la acción, consideraba al imperio ‘un estado subdesarrollado”. (pp. 150-151)

“... en 1884 y 1885, años en que las grandes potencias se reunieron en Berlìn para hablar de áfrica por primera y última vez. (Entre ellas estaban los Estados Unidos.) Fue una conferencia impresionante, que lanzó la expresión ‘esfera de influencia’ y que acordó, con escasa consideración hacia la sensibilidad de los africanos, que, en la práctica, las potencias podían adquirir territorios en Áfrcia tomando posesión de los mismos, siempre que respetasen las reivindicaciones de los demás países y les informasen de lo que hacían. Fue durante estos años cuando se reconoció al Estado del Congo de Leopoldo (con la condición de que aboliese la esclavitud) y cuando Bismarck planteó sus reivindicaciones coloniales. Hasta entonces, Bismarck había condenado a ‘nuestros colonialistas patrioteros`, pero a partir de ese momento no tuvo ningún problema a la hora de escoger el tono apropiado: ‘las colonias representarán la obtención de nuevos mercados para las industrias alemanas, la expansión del comercio y un nuevo terreno para la actividad, la civilización y los capitales de Alemania´(en ese orden). “ (p. 151)


“Sin trenes ni barcos de vapor (que sustituyeron a los veleros entre 1870 y finales de 1880), la expansión sin precedentes de la producción y el comercio no hubiera tenido lugar, como tampoco se hubiese producido la expansiòn de las industrias del carbòn, el hierro y el acero. Brasil tuvo su primer ferrocarril en 1854, Argentina en 1857, Australia en 1854 y Suráfrica en 1860; pero en 1840 en Norteamérica ya habia la mitad del total mundial de línea férrea en funcionamiento.” (p.156)


“Los británicos, con su imperio diseminado por todo el mundo, fueron los introductores del telégrafo en las décadas de 1850 y 1860, y en Londres, en 1851, el barón Reuter, natural de Hesse Cassel, creó una gran agencia de noticias basada en la telegrafía, en lugar de las palomas mensajeras. El teléfono, en cambio, inventado en Canadá en 1876 por un inmigrante escocés, Alexander Graham Bell, fue explotado de forma mucho más eficaz en Canadá y en los Estados Unidos que en Europa. La telegrafía sin hilos, un invento de la última década del siglo, inmediatamente posterior a los rayos X, se consideró al principio como el sustituto de la comunicación por cable –su lenguaje era el código Morse, no las palabras-, del mismo modo que el automóvil (un artículo de lujo inventado no en Gran Bretaña, sino en Francia y Alemania) al principio se consideró que era un simple carro sin caballos.” (p. 156)

lunes, 8 de noviembre de 2010

El liberalismo del siglo XIX.

“Después de la caída del Imperio napoleónico y por los siguientes cien años, el mundo occidental se encontró dividido entre dos tendencias políticas opuestas: el conservadurismo, defensor del Antiguo régimen, y el liberalismo que, basado en las ideas ilustradas, fue concretado y consolidado gracias al avance político que significaron las revoluciones norteamericanas y francesa. Aunque esta última no había cristalizado las propuestas de libertad, sino incluso había acabado por imponer la monarquía autoritaria y los privilegios nobiliarios, sus ideas habían quedado arraigadas en la conciencia europea, sobre todo entre las clases medias ilustradas.
El nacionalismo –en ese momento en contra del Antiguo régimen debido a que los pueblos tomaban conciencia de sí mismos frente al absolutismo monárquico- había sido impulsado por las guerras napoleónicas, particularmente en los países que sufrieron la invasión de las fuerzas francesas. Por ello, se explica que el deseo de libertad se mezclara con el nacionalismo y que éste impulsara, a su vez, los movimientos revolucionarios liberales.
El conservadurismo se manifestó en los esfuerzos de las monarquías europeas por volver al pasado anterior a la Revolución francesa, cuando los reyes tenían el dominio absoluto en la vida de sus pueblos. Una serie de pensadores pugnó por la supresión definitiva de las constituciones, y por restaurar el poder ilimitado de los monarcas con base en el derecho divino. Los Estados absolutistas se apoyaron en la religión para crear una alianza, sin reconocer que en la Europa de la Edad Moderna la religión no había sido en algún momento base de unión internacional. Así expresado, el conservadurismo cristalizó en el fenómeno político conocido como Restauración.
El liberalismo, en cambio, era el nuevo orden de ideas que se empezaba a formalizar en el contexto de los sucesos ocurridos entre fines del siglo XVIII y principios del XIX.
Liberalismo
El liberalismo es una corriente filosófica política orientada hacia la libertad del individuo; se opone a cualquier forma de despotismo y en la doctrina en la que se fundamentan el gobierno representativo y la democracia parlamentaria. Sus características esenciales son:
· El individualismo, que considera a la persona humana individual como primordial, por encima de todo aspecto social o colectivo.
· La libertad como un derecho inviolable que se refiere a diversos aspectos, libertad de pensamiento, de expresión, de asociación, de prensa, etc., cuyo único límite consiste en la libertad de los demás, y que debe constituir una garantía frente a la intromisión del gobierno en la vida de los individuos.
· La igualdad entre los hombres, entendida únicamente en lo que se refiere a los campos jurídico y político. Es decir, para el liberalismo, todos los ciudadanos son iguales ante la ley y para el Estado, pero esto no significa que exista igualdad de clase social o de posición económica entre los seres humanos.
· El respeto a la propiedad privada como fuente de desarrollo individual, y como derecho inobjetable que debe ser salvaguardado por la ley y protegido por el Estado.


El liberalismo se fundamenta principalmente en la filosofía de Locke, de Montesquieu y de Rousseau, en tanto se opone a la creencia en el derecho divino de los reyes.
(...)
Las constituciones políticas creadas por estadounidenses y franceses como resultado de sus movimientos libertarios constituyeron, para muchos pueblos del mundo sometidos a monarquías absolutistas, la experiencia inmediata que demostraba, mediante hechos reales, la posibilidad de construir un nuevo modelo de sociedad civil respaldada en los principios del liberalismo; en la misma Europa, al igual que en otras regiones del mundo, el siglo XIX estuvo marcado por movimientos revolucionarios promovidos por liberales que buscaban el cambio político democrático y se valían de las armas para luchar en contra de los conservadores que trataban de evitarlo.
En Francia, el principal exponente del liberalismo durante la primera mitad del siglo XIX fue Benjamín Constant (1767-1830), quien definió la libertad como el pacífico goce de la independencia privada, y expuso una teoría del gobierno representativo con clara influencia del sistema político inglés: responsabilidad ministerial, poder legislativo ejercido por dos cámaras, defensa de las libertades locales y de la libertad religiosa. El Estado debe reducir su papel económico a salvaguardar la propiedad. La propiedad privada, dice Constant, es la única que proporciona el ocio indispensable para la adquisición de las luces y la rectitud del juicio, por consiguiente, sólo ella hace a los hombres capaces del ejercicio de los derechos políticos. Más tarde, Alexis de Tocqueville (1803-1859) alertaba sobre los excesos del individualismo y la democracia, y se inclinaba por una libertad moderada, regular, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes.
En Gran Bretaña, el país más altamente industrializado del mundo y con una larga tradición de desarrollo político, el liberalismo estaba representado principalmente por Jeremy Bentham (1748-1832), quien propuso el utilitarismo como un medio para emprender las reformas sociales, con base en el principio de procurar la mayor felicidad para el mayor número de personas, James Mill (1773-1836), continuador de la obra de Bentham, publicó en 1830 un Ensayo sobre el gobierno, donde relaciona la doctrina del gobierno representativo con el principio utilitarista, bajo la idea de que la función del gobierno se debe limitar a asegurar los medios necesarios para que cada individuo pueda satisfacer, sin trabas, su interés personal. Por último, John Stuart Mill (1806-1873), hijo de James Mill, proponía un liberalismo democrático más avanzado, en el que se apartaba un tanto del enfoque individualista y manifestaba preocupación por el bienestar de la sociedad civil como un todo.”
(Delgado, Gloria – Historia Universal. Ed. Pearson, México, 2001. pp. 112, 113, 114)